A comienzos de este S XXI se hablaba de brecha digital para designar la distancia que aparecía entre los jóvenes, aplicados al aprendizaje y el manejo de los ordenadores y las máquinas basadas en la informática y las telecomunicaciones más modernas y las personas de más edad, todavía adultas en plenas facultades, que tenían dificultades para acceder y utilizar de manera habitual las llamadas nuevas tecnologías.
Han pasado más de 20 años desde aquella apreciación. Las tecnologías de hoy están más desarrolladas, más sofisticadas, más generalizadas en la vida de todos nosotros. Los jóvenes las utilizan con una naturalidad asombrosa, pero es que las personas de más de 50 años también. Aquel temor por la brecha digital, en mi opinión, se ha diluido. ¿Era un miedo infundado?, ¿no existía tal brecha?, ¿habremos superado los obstáculos que impedían o dificultaban el acceso a las nuevas tecnologías a los de más edad?, ¿o el problema de la brecha digitalse encuentra en otra dimensión?
Mi planteamiento es que la brecha digital existe, se agranda, afecta a la vida de todos nosotros y tiene que ver con el lenguaje, las relaciones humanas y el conocimiento.
En la segunda entrega de CULTURA Y MALESTAR me centraba en la violencia como una de las señales patológicas de nuestra sociedad. En la tercer apuntaba al individualismo, en sus numerosas versiones, como síntoma del malestar actual. Hoy traigo unas observaciones sobre otro de los rasgos característicos patológicos que todos reconocemos al instante: la urgencia, ese constante sinvivir.
La necesidad imperiosa de inmediatez en el momento de hacer algo, que conocemos como “urgencia”, persigue alcanzar una meta, resolver un problema o dominar condiciones que impone la naturaleza en el menor tiempo posible. Forma parte del devenir cotidiano, es saludable y oportuna si se mueve en un rango adaptativo; pero es fuente de malestar, sinónimo de angustia, cuando sojuzga la voluntad, domina al sujeto, contamina su capacidad de pensar, sentir o actuar y le produce infelicidad.
Después de compartir en la segunda entrega mis reflexiones sobre la cultura de la violencia en el mundo actual, en esta tercera quiero centrarme en el segundo de los síntomas enumerados, que es el individualismo, para evidenciar el malestar difuso en que vive la sociedad occidental.
A los individuos que solo viven para sí –en-si-mismados decimos en español– les llamamos “narcisos” y, en los casos más extremos, están enfermos. Padecen falta de afecto de los demás. Incluso podemos asegurar que nunca recibieron verdadero amor. Tal vez fueron tratados como juguetes por padres consentidores que temían enfadar o llevar la contraria a su tesoro, evitándole toda experiencia frustrante. El individuo que no tuvo experiencias de satisfacción en sus primeras relaciones paterno-filiales no reconoce en el otro una fuente de bienestar -la madre que le dio la vida sin ir más lejos-En consecuencia, estas personas se privan de la oportunidad de hacer el bien a los demás, de darse a otros y crecer con los otros. Representan la forma más extrema de individualismo y aislamiento.
(II) VIOLENCIA: una de nuestras señas de identidad
Toda sociedad produce episodios de violencia; podemos añadir, incluso, que esta nueva sociedad no ha causado tantas muertes como la última Gran Guerra, o como tantos otros episodios bélicos o revolucionarios que la historia nos describe. Y es cierto. El problema de la violencia actual –en mi opinión- no es el número de muertos que provoca, -que también- sino los episodios y la cultura de violencia en que vivimos.
Hoy, las muertes producidas en conflictos armados como “uno” de los indicadores de la violencia que sufre nuestra sociedad, es escalofriante. África se encuentra en guerra: Camerún, Etiopía, Mozambique, los países del Sahel Occidental (Mauritania, Mali, Níger, Burkina Faso y Chad) -250 millones de seres humanos-; además de Israel, Afganistán, Siria -70 millones más-, viven en guerras y en ellas mueren cada día miles de personas. Sumemos las muertes que producen los grupos islamistas violentos y los narco-terroristas. Añadamos a ello los asesinatos causados por bandas juveniles como las que dominan las calles de muchas ciudades del mundo –Méjico, por ejemplo, con 127 millones de habitantes, contabilizó 35.588 asesinatos en 2019, cien cada día, la cifra más elevada de su historia-. Contemos los asesinatos pasionales o con ánimo de hacer daño, que en el mundo son 500.000 cada año y, si se me permite por los efectos dolorosísimos que deja, apuntemos los muertos violentamente por accidentes de circulación -1.250.000- cada año.
Vivimos en una sociedad compleja. Avanzamos vertiginosamente en ciencia, tecnología, industria, transportes y conocimiento en general, pero a la vez seguimos parados y ciegos –o nos movemos a tientas y en penumbra- cuando enfrentamos los males humanos, los que brotan del alma y buscan alivio en los demás. Estos desajustes tienen consecuencias observables a poco que miremos a nuestro alrededor con interés.
Quiero compartir unas reflexiones en torno a nuestra cultura occidental, principalmente, y los síntomas que, desde mi punto de vista, dejan en evidencia nuestros pesares y desasosiegos. En esta entrega presento el tema, lo contextúo y enumero cuales considero que son esos síntomas característicos de nuestro malestar. En sucesivas entregas iré desarrollando cada uno de ellos. Terminaré preguntándome por las posibles causas de estos males y ofreciendo mi visión del futuro que nos espera.
Horror todos los días
“La policía de Nueva York ha pedido la colaboración ciudadana para identificar y detener al hombre que apuñaló a otro en la cara y el abdomen a plena luz del día el pasado sábado 21 de agosto. Las imágenes son espeluznantes. En ellas se puede ver cómo un individuo, vestido de azul y con la capucha puesta, se acerca a otro viandante y le apuñala en la cara y en el abdomen. Lo hace sin piedad y en ningún momento el agresor se dispone a robar nada al otro hombre. Después de la agresión cometida, el hombre huyó del lugar ante la atenta mirada de varios testigos.”(Antena 3 Noticias Publicado: 25.08.2021.09:36).
Esta semana os dejamos en el blog un pdf con unas técnicas y estrategias para “DECIR NO”.
A veces tenemos dificultades para negarnos a realizar un determinado comportamiento que nos es solicitado por parte de algunas de las personas de nuestro entorno. En ocasiones nos encontramos ante compromisos que, por diversas circunstancias, no podemos asumir o, sencillamente, no queremos o no nos apetece llevar a cabo.
No es rara la ocasión es que nos invitan a un evento (un compromiso laboral o familiar) al que no nos apetece acudir. También es habitual que alguien requiera de nosotros que llevemos a cabo una actuación con la que no estamos de acuerdo por diversas circunstancias. En estas y otras muchas situaciones nos planteamos el dilema de cómo decir NO y a veces por vergüenza, miedo u otros motivos cedemos y no somos capaces de defender nuestra negativa.
Esperamos que estas técnicas y estrategias os sean de utilidad y os saquen de alguna que otra situación comprometida. ¡Suerte!
Marilyn Monroe, Edgar Alan Poe, Nelson Mandela, Steve Job, Bill Clinton y una serie interminable de famosos fueron adoptados en su niñez. Marilyn fue abandonada por su madre y vivió su niñez en hogares de acogida; Poe, al morir la madre cuando tenía un año de vida, habiendo sido abandonados por el padre, -doble abandono- fue dado en adopción; la madre de Steve Job, fue obligada por su familia a darlo en adopción nada más nacer.
“La neerlandesa Dewi Deijle lleva años buscando a su madre biológica en Indonesia. Amanda Jansen se pierde entre datos falsos de su certificado de nacimiento en Sri Lanka. Farida van Hulst vive en un caparazón para no pensar en su madre biológica, pero no saber la atormenta. Gideon sospecha que un ginecólogo en Brasil lo vendió a una familia holandesa.” (Diario EL MUNDO. 02/07/2021)
Millones de personas anónimas repartidas por el mundo han sido adoptadas y lo seguirán siendo. Historias de encuentros felices o patológicos. La adopción es un proceso en el que una persona adulta, o una pareja, necesita vincularse a una persona menor, idealmente un recién nacido, para seguir creciendo o para satisfacer sus deseos de maternidad-paternidad al margen de la biología. También es un acto de generosidad y entrega, un ofrecimiento.
Este camino se recorre por iniciativa del adulto. ¿Qué motivaciones tiene? ¿qué le mueve a implicarse en un proyecto que exige mucho tiempo, bastante dinero, sometimiento a reglas muchas veces incomprensibles o arbitrarias? ¿qué, a sufrir la desnudez de su voluntad y de su biografía frente a terceros? ¿qué, a embarcarse en una aventura a veces oscura, cuyo resultado depende de tantas incertidumbres?
La decisión y el proyecto persiguen cumplir un sueño, el de tener un hijo, algo tan natural que nadie cuestiona cuando se trata de una maternidad-paternidad biológica, porque responde al mandato de la supervivencia de la especie, pero que requiere el juicio de expertos cuando se trata de la adopción; valoración y dictamen: apto-no apto; idóneo-inadecuado. Esta es una diferencia importante entre biológico y adoptado. ¿Alguien cuestiona que una persona con escasas capacidades, medios materiales, o un más que dudoso equilibrio mental sea padre-madre?
Las motivaciones para adoptar pueden ser diversas, la mayoría de naturaleza desconocida. Muchos adoptantes sienten la necesidad de experimentar las sensaciones de protección, cuidado y capacidad, respecto de alguien indefenso, en desarrollo y necesitado como son todos los recién nacidos. Este “instinto” no difiere, a mi modo de ver, del que sienten los padres biológicos.
Sin embargo, la criatura biológica, por la experiencia del embarazo, aparece unida indisolublemente a la madre y en gran medida al grupo de convivencia que conforma la pareja y la familia, que es quien le proporcionará cuidados, alimentación, protección y afecto; por el contrario, un menor o recién nacido que va a ser adoptado ha sido, en la mayoría de las ocasiones, rechazado y abandonado por quien debiera sentir la necesidad de ocuparse de él, cuidarlo y quererlo. Este punto de partida tan distinto es trascendental para el menor y para las futuras vinculaciones que tenga en su vida.
Otro aspecto importante es el simbolismo de tener hijos. Biológicamente, los adultos son capaces de procrear o, por el contrario, incapaces. ¿Cómo afecta esto a su personalidad?, ¿qué repercusiones tiene en su proyección personal, laboral o social?, son preguntas que unos y otros debieran hacerse. Ni tener hijos biológicos convierte a los progenitores en padre-madre desde el punto de vista psicológico, ni la infertilidad incapacita para ser buenos padres. Por eso unos y otros han de ir más allá del hecho biológico, entender el valor simbólico de la crianza y asumir con madurez el papel de padres, que lo da una determinada actitud, una posición y una convicción de que se trata de un vínculo único –el paterno/materno filial- creado día a día con paciencia, ternura, comprensión y sacrificio.
Los datos evidencian que lo que lleva a la persona adulta, o a la pareja, a emprender esa travesía de la adopción llena de obstáculos, es la constatación –a veces con grandes sufrimientos y heridas narcisistas- de no poder ser padres biológicos. El daño que esta certeza –en ocasiones falsa certeza por cuanto que, emprendido el camino de la adopción, la persona adulta o la pareja comprueban que pueden ser padres biológicos- deja en la autoestima de los adoptantes merece toda la atención de los especialistas. Si la persona que quiere adoptar no elabora esta “falta”, vivida como fracaso o como vacío en su realización personal, el menor adoptado no llenará ese vacío, ni la persona adulta llegará a conectar con el menor, ni a quererlo, ni a transmitirle la seguridad, la confianza y el amor que necesita para desarrollarse. Y hasta puede que le transmita, en cambio, su propia sensación de fracaso e inutilidad como madre-padre respecto del hijo adoptado.
Esta situación es completamente diferente respecto de los padres biológicos. Por el hecho de procrear se sienten habilitados para ser padres, lo que constituye un grave error. Más aún, su capacidad reproductiva inviste los roles materno y paterno de una especie de fortaleza y seguridad frente a los hijos que van naciendo. La falta que se les supone a los padres adoptantes se torna aquí en supuesta destreza y valor. Estas diferentes posiciones dejarán su impronta en los vínculos que establezcan con sus hijos, en las fantasías y deseos que se transmitan –con conciencia o sin ella- durante la crianza de los menores y en el equilibrio emocional de los mismos, sean adoptados o biológicos.
Hemos visto a padres adoptantes que viven la dureza del proceso adoptivo como una muestra de su determinación, como si necesitaran compensar la “falta” citada, con una sobre exposición –¿masoquista? – a las adversidades más irracionales del proceso de adopción, que les aligere del peso que les provoca los sentimientos de culpa por no ser padres biológicos. Y cuanto más largo es el proceso, cuanto mayor es el gasto, mayores las exigencias del país de procedencia del infante, más numerosas las adversidades que tienen que superar, más alivio encuentran para su angustia. En estos casos una ayuda profesional, que les permita poder protestar ante lo injusto o arbitrario, que les aligere el peso de la culpa y les fortalezca en su legítimo deseo de ser felices con la criatura que esperan, es recomendable.
El necesario equilibrio entre el deseo de los adultos y la necesidad de las criaturas que van a ser adoptadas, es lo que debe impregnar la historia de ese encuentro. No comparto la afirmación de que todo el proceso está guiado por el bien superior del menor, como si los adultos que buscan ser padres adoptivos tuvieran que asumir, desde el inicio y por principio, un rol subordinado cuando no menospreciado. El adulto que se ofrece a ser madre-padre merece el mismo respeto y consideración que el menor que desea adoptar y, a la vez, el menor no puede convertirse en una especie de objeto de compraventa que sirva a intereses inconfesables o patológicos, como evidencia el artículo citado del periódico EL MUNDO. Esto no sucede con la paternidad biológica, donde los padres deciden libremente cuándo, cómo y cuántos hijos tener, sin que nadie les recuerde que el hijo que esperan es un “bien superior” a ellos. Ambos, biológicos y adoptantes, habrán de asumir que sus expectativas pueden verse frustradas, sus deseos no cumplidos o sus hijos no dispongan de las capacidades que ellos esperaban.
De este modo, el adulto que adopta no puede pretender llenar un vacío de autoestima y valía personal confiando en la suerte o la felicidad que pueda aportar una criatura herida física o psíquicamente. Ha de ser consciente que se trata de una decisión que reclama más sacrificio, capacidad de entrega y de soportar frustraciones que si se tratara de una criatura fruto de su sangre. Y ha de comprender que su decisión implica asumir el rol de madre-padre con la misma convicción y seguridad que lo haría si fuera un hijo biológico. Alcanzar este grado de conciencia hace preciso, en ocasiones, revisar episodios o experiencias desagradables de su vida, antes de embarcarse en un proceso de adopción.
Una joven, perteneciente a una familia de clase media, sin pareja, con un niño adoptivo, mostró una exagerada necesidad de conformar la familia numerosa de sus sueños, solo con menores adoptivos. La explicación era clara: quería tener una familia como la de procedencia, numerosa y feliz. Además, deseaba sacar de la miseria y del abandono al mayor número posible de criaturas desgraciadas. Pero vivía con desasosiego estos deseos y se sentía insegura de reiniciar el proceso de la segunda adopción, lo que la llevó a pedir ayuda. ¿Por qué vivía con su niño adoptivo sola, sin pareja?, ¿por qué una familia numerosa?, ¿por qué su renuncia a una maternidad biológica?, fueron algunas cuestiones que le permitieron recordar y elaborar momentos muy traumatizantes de su pasado infantil y que explicaban, en gran medida, sus anhelos de maternidad adoptiva. Solventadas sus inseguridades pudo dar un giro a su vida, enriquecer la familia con una pareja y tener hijos biológicos.
Todos los expertos destacan que el proceso de adopción no puede celebrarse sobre bases inconsistentes porque se trata de una experiencia de vinculación adulto niño en la que uno de los actores –el menor- viene con falta. El adulto ha de mostrar un equilibrio emocional y una madurez mayor, si cabe, que cuando se trata de hijos biológicos, para dar cabida, acogida y calor a quien llega aterido y solo. Si el adulto ofrece una personalidad sana y contenedora de las angustias, miedos y provocaciones del adoptado éste logrará confiar en su madre-padre, en su familia y crecerá razonablemente bien; en caso contrario el conflicto irá creciendo día a día y mostrará su cara más dramática cuando el menor alcance la adolescencia -etapa vital en la que la persona se siente frágil y contradictoria-, cuando sea el momento de dar el salto a la vida adulta y se pongan a prueba la fortaleza de sus vínculos filio-paternales y de su propia identidad como historia de un encuentro.
En Historias del Kronen (1995), Montxo Armendáriz cuenta las vivencias de un grupo de jóvenes, inmaduros, desorientados y sin futuro que buscan vivir cada momento al máximo riesgo, abusando del alcohol, el sexo, la velocidad y las drogas.
Lo cierto y real es que los límites aseguran nuestro bienestar y nuestra convivencia; la ausencia de límites, por el contrario, conduce a la locura, a la falta de libertad o a la muerte.
Los límites son barreras, dificultades objetivas o subjetivas que nos impiden seguir por el camino que hemos emprendido. Unos límites objetivos y externos los encontramos en las leyes, en la presencia de agentes de autoridad, en la alambrada que protege una finca o en la puerta que nos impide pasar. Los límites externos u objetivos nos paran y nos frustran. Pero los límites más eficientes son los subjetivos, aquellos que el individuo ha creado o interiorizado en su experiencia personal. El caso más evidente es la conciencia de autoridad y el deber moral. Cuando un sujeto ha interiorizado la figura de la autoridad y de lo que está bien o mal, como agentes que limitan sus movimientos, su libertad o su pensamiento es cuando los límites están asumidos y son eficientes.
Sabemos que sin obediencia no hay convivencia y sin embargo, en nuestros días, obedecer no está bien visto; la rebeldía, la ambición, la impaciencia y el narcisismo colorean las relaciones humanas. Por ello quiero elogiar el valor y riqueza de la obediencia.
“Angustia” es el título de una película del realizador Bigas Luna, con un argumento de terror y locura, que provoca en el ánimo del espectador una experiencia de verdadero desagrado y malestar. El cine, en general, es un medio ideal para contar las historias más diversas, produciendo en el público todos los sentimientos imaginables, de la euforia al pánico, de la alegría al llanto, de la ternura a la ira.
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