(II) VIOLENCIA: una de nuestras señas de identidad
Toda sociedad produce episodios de violencia; podemos añadir, incluso, que esta nueva sociedad no ha causado tantas muertes como la última Gran Guerra, o como tantos otros episodios bélicos o revolucionarios que la historia nos describe. Y es cierto. El problema de la violencia actual –en mi opinión- no es el número de muertos que provoca, -que también- sino los episodios y la cultura de violencia en que vivimos.
Hoy, las muertes producidas en conflictos armados como “uno” de los indicadores de la violencia que sufre nuestra sociedad, es escalofriante. África se encuentra en guerra: Camerún, Etiopía, Mozambique, los países del Sahel Occidental (Mauritania, Mali, Níger, Burkina Faso y Chad) -250 millones de seres humanos-; además de Israel, Afganistán, Siria -70 millones más-, viven en guerras y en ellas mueren cada día miles de personas. Sumemos las muertes que producen los grupos islamistas violentos y los narco-terroristas. Añadamos a ello los asesinatos causados por bandas juveniles como las que dominan las calles de muchas ciudades del mundo –Méjico, por ejemplo, con 127 millones de habitantes, contabilizó 35.588 asesinatos en 2019, cien cada día, la cifra más elevada de su historia-. Contemos los asesinatos pasionales o con ánimo de hacer daño, que en el mundo son 500.000 cada año y, si se me permite por los efectos dolorosísimos que deja, apuntemos los muertos violentamente por accidentes de circulación -1.250.000- cada año.
Al final de este túnel tenebroso nos encontraremos con la realidad opaca de los suicidios, que aporta 800.000 cada año, una cifra escalofriante. ¿Cuál es el resultado, 2 millones y medio, tres millones, cuatro, de muertos anualmente por causas violentas?
Sin embargo, no es el número de muertes el indicador más destacado del fenómeno de la violencia en la sociedad actual. Pensemos en las conductas violentas en el seno de las parejas y de los grupos familiares; en las relaciones laborales y comerciales fundadas en la amenaza, el chantaje, la opresión. Observemos las redes sociales y lo que tarda una conversación sobre cualquier tema anodino en transformarse en violencia verbal, en insulto; por no mencionar los ataques, con resultado de muerte, de unos jóvenes contra otros, desconocidos, en cualquier pueblo, barrio o local, sin motivo aparente ni real –como el que encabeza este hilo de reflexiones-, sin sentimiento de culpa y con publicidad.
Estos tres aspectos: sin motivo, sin sentimiento de culpa y con publicidad son determinantes a la hora de entender nuestra cultura de violencia.
Sabemos que las pulsiones agresivas forman parte de la naturaleza humana y que se manifiestan contra nosotros mismos, contra los otros o contra la naturaleza en cuanto aparece un motivo real o aparente. Por eso es esta falta de motivación alguna lo primero que nos sorprende: Alguien apuñala a otra persona, completamente desconocida, sin que se hayan cruzado ni una mirada. Este comportamiento errático nos descoloca y provoca inquietud o temor porque podemos ser los próximos agredidos.
El sujeto agresor se aleja del lugar tranquilamente y, por los relatos que conocemos de casos parecidos, no siente ninguna compasión, culpa ni resentimiento por la persona atacada o muerta. Podríamos concluir que se trata de sujetos psicópatas, quienes carecen de capacidad de empatía con el otro, para los que la introspección y las funciones censoras del superyó no existen. Sin embargo, ¿todos los agresores son psicópatas? Probablemente no. Se trata más bien de sujetos que han vivido con naturalidad escenas de violencia, que se han formado en una cultura de violencia sin el freno del principio de realidad, el ejercicio de la autoridad y la aplicación de la ley. Muchos de ellos, tal vez, fueron víctimas antes que verdugos.
Finalmente, la publicidad en las redes convierte un acto repudiable en imitable. Quien, como el caso citado, comete un apuñalamiento, una agresión o cualquier acto violento sustituye el repudio, ese juicio negativo por parte de la sociedad acompañado de un castigo, por el placer de sentirse importante. Esta paradoja puede encontrar su acomodo si pensamos en los deseos, aspiraciones y fantasías que el individuo ha alimentado sobre sí mismo a lo largo del tiempo sin saberlo, lo que conocemos como ideal del yo. Con la publicidad dada este ideal se satisface, aunque sea momentáneamente. Su hazaña al fin es reconocida. De esta forma la publicidad hace de altavoz y su acción, desprovista del rechazo de los demás, se hace imitable.
Vivimos diariamente en una cultura de violencia que no causa muertes, muertes físicas al menos. Pero las consecuencias que arroja la violencia psicológica, la sexual, la económica, la que se ejerce de forma silenciosa y continua, o la que se practica de manera ostentosa, la que se da presencialmente o la que emplea las tecnologías es igual de destructiva y perniciosa. Todas ellas obedecen a la emergencia de pasiones humanas primitivas como el dominio de unos sobre otros, las diferencias de etnia o de religión, la avaricia, o las pulsiones más dañinas y destructivas como la envidia. La violencia, en cualquier formato, expresa la incapacidad del ser humano para resolver conflictos de intereses, diferencias o canalizar frustraciones por cauces más cultivados. Síntoma por antonomasia de la sinrazón y la pulsión de muerte.
Muchas gracias por tu atención.
Florencio Martín
tresmandarinas.es