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CULTURA Y MALESTAR EN LA SOCIEDAD ACTUAL. De la crisis generacional a la depresión

VIII. CAUSAS DEL MALESTAR SOCIAL

En esta octava entrega quiero repasar algunas de las causas del malestar que padecemos muchos contemporáneos. Si recuerdas inicié este hilo de pensamiento, que he reunido bajo el título genérico de CULTURA Y MALESTAR, ofreciendo en la primera entrega una panorámica general sobre la cultura y el entorno que envuelve nuestra forma de vida. Enumeré a continuación los seis síntomas que considero característicos del malestar que nos aqueja como sociedad. En la segunda entrega me centraba en la violencia (1º); en la tercera, apuntaba al individualismo (2º), en sus numerosas versiones; en la cuarta exponía algunas observaciones sobre la urgencia (3º); en la quinta, reflexioné sobre el ruido (4º) en su sentido literal, simbólico y figurado; en la sexta entrega me ocupé del papel que juega en nuestra forma de vida la negación o el rechazo de lo simbólico y lo subjetivo (5º) y en la séptima entrada me centré en los hábitos adictivos como uno de los síntomas (6º) del malestar de la cultura actual.  Esta es la última de las entregas y abordo, como he adelantado, algunas de las causas del malestar en nuestra cultura actual desde el punto de vista psicológico.

Los seis escenarios sintomáticos descritos reflejan, a mi modo de ver, el malestar en que vive la sociedad actual. No significa que no haya otras muchas señales, sólo he destacado las que me parecen más significativas. Un análisis de las causas de tales conductas sintomáticas nos sitúa en el terreno de las aspiraciones y los deseos que el ser humano pretende satisfacer.

Aspiramos a una ilusión: la felicidad

Reconocemos como una aspiración natural la felicidad y, en un plano más elemental, la ausencia de dolor y malestar en nuestras vidas. Nos esforzamos por conseguirlo, pero nunca lo logramos y si alguna vez sentimos algo cercano a la plenitud del ser, a ese estado placentero casi completo, su duración es limitada y deja paso, nuevamente, a la tensión, el dolor o la sensación de desagrado.

Las materias primas de nuestro aparato psíquico son los sentimientos, las sensaciones, las percepciones, las emociones, los afectos, los pensamientos o la imaginación. Se forman por reacciones químicas de nuestro organismo, por respuesta a estímulos del exterior o creados por la propia dinámica psíquica. Y el resultado o experiencia personal es lo que conocemos como estado de ánimo agradable o desagradable, placentero o displacentero. Estos estados de ánimo son cambiantes y relativos, como corresponde a la propia vida.

La realidad nos frustra continuamente

La verdadera causa del malestar son los deseos y las necesidades no satisfechos. Teniendo en cuenta la variedad, el alcance y el origen de nuestros deseos y necesidades es fácilmente deducible la infinidad de situaciones insatisfactorias, de fuentes de infelicidad que nos ofrece la vida. Diferenciamos las necesidades de los deseos porque las primeras expresan lo que precisamos para sobrevivir y desarrollarnos. Las necesidades se satisfacen con acciones específicas dirigidas a objetos que cubren esas carencias –el agua aplaca la sed, el pan sacia la necesidad que llamamos hambre, por ejemplo-. Los deseos, en cambio, proceden de huellas de recuerdos que tienen su origen en las experiencias infantiles de satisfacción plena. Esas huellas producen fantasías –la mayoría inconscientes- de aquello que sucedió, y el mayor bienestar se asemeja a la experiencia de ser plenamente amado, que nunca más podrá suceder –en el seno materno todas las necesidades están cubiertas, el “amor” es total-. Por eso decimos que los deseos nunca se satisfacen y las necesidades sí. Los síntomas que observamos en el comportamiento humano son resultado de necesidades insatisfechas y contienen restos de deseos frustrados.

La verdadera causa del malestar son los deseos y las necesidades

Cuando el ser humano, en su relación con el entorno en el que vive, experimenta ocasiones de gozo y placer satisface parte de sus deseos; pero cuando se ve frustrado la misma fuerza del deseo se transforma en dolor, angustia y rabia. El malestar que experimenta el sujeto es una tensión entre lo que aspira y lo que consigue.  Y esta dinámica es permanente mientras hay vida.

Los impulsos egoístas y el anhelo de comunidad se contraponen

Esta inercia vital del sujeto (del yo) a satisfacer sus deseos (egoísmo) chocan con la oposición de la realidad, que se expresa a través de la cultura de cada época, la cual consiente o deniega la posibilidad de realización. Seguimos así lo expresado por Freud en 1929, hace casi 100 años, en su ensayo El malestar en la cultura, “…la evolución individual se nos presenta como el producto de la interferencia entre dos tendencias: la aspiración a la felicidad, que solemos calificar de EGOISTA y el anhelo de fundirse con los demás en una comunidad, que llamamos ALTRUISTA.” (Pág. 3064). Debido a que ambas aspiraciones no pueden ser satisfechas a la vez, una u otra se ve frustrada convirtiéndose en fuente de malestar.

El imperativo del goce como fuente de insatisfacción

Asistimos actualmente al imperativo de goce, pase lo que pase, sin límites, al instante. La cultura actual nos propone una satisfacción alucinatoria de los deseos y nos exige ser felices.  Reconocemos fácilmente los mensajes de bienestar y felicidad; las promesas de belleza, eterna juventud, facilidad, gratuidad, comodidad, fortaleza, salud, alegría, solidaridad o disfrute. Todo ello atractivo y seductor. A veces decimos “¡alucinante!”. Pero las duras condiciones que la cultura actual impone para conseguir tales metas, como el esfuerzo, la renuncia, el dolor, la dificultad, la competitividad, la inseguridad, el fracaso, el sacrificio, la enfermedad, el envejecimiento o la soledad son la fuente más poderosa de insatisfacción y malestar que conocemos. Estas condiciones son ocultadas o negadas al sujeto, de manera que cuando sucede la insatisfacción de sus aspiraciones la frustración adquiere dimensiones inasumibles, incomprensibles o traumáticas, lo que provoca el malestar. Al fin hemos de admitir que no podemos ser felices o, al menos, no siempre ni del todo felices.

Una sociedad enferma es un peligro

Otra fuente del malestar actual está en el marco patológico y peligroso que la sociedad actual ofrece a los individuos. La violencia, el individualismo, la ansiedad, la soledad, el rechazo de lo simbólico y las adicciones son, desde mi punto de vista, reacciones de los sujetos contra una cultura enferma y peligrosa.

Podemos hablar de una cultura enferma de desconfianza, una cultura paranoica, donde nadie se fía de nadie, ni los individuos, ni las organizaciones, ni los países Y es peligrosa porque por primera vez en la historia de la humanidad unos pocos individuos, dueños de inmensos instrumentos de poder pueden causar la muerte física y/o mental de millones y millones de seres humanos. Solo con manipular intencionadamente las cuentas en las RRSS, los correos electrónicos, los teléfonos móviles o las tarjetas de crédito pueden producir cualquier hecatombe a nivel mundial.

Si en el origen la sociedad y la cultura se conformaron con el compromiso de las personas que cohabitaban en un mismo espacio -la tribu- de unirse para defenderse de las agresiones sufridas por el más fuerte, de sus caprichos e instintos egoístas, la sociedad actual parece haber emprendido el camino contrario: Es tanto el protagonismo y el poder de control que tienen quienes lideran el mundo actual (empresas, instituciones, gobiernos, organismos multinacionales, entes de toda laya y condición) que ponen en riesgo la posibilidad de satisfacer instintos y necesidades individuales, incluso las más elementales, como la supervivencia, las necesidades de afiliación o de realización, las relaciones sociales, la satisfacción sexual o la alimentación. Se puede colegir de algunos rasgos de la cultura actual que estamos emprendiendo el camino inverso al recorrido hasta ahora, de manera que se les retire a los estados y las organizaciones parte del poder otorgado por los individuos para que nos protegieran. Dicho de otro modo, el mundo actual parece decirnos que quiere menos cultura, menos leyes, más satisfacciones egoístas; menos comunidad y más individuo.

Es evidente que la sociedad actual experimenta (¿y sufre?) el control omnipotente de un “Gran Hermano” real y no sólo producto de la imaginación de un novelista. Es una sociedad gobernada por el imperio del deber ser que asfixia al individuo y sus instintos, lejos de lo que fue su origen. Así, lo que está en riesgo es la satisfacción pulsional del individuo, sus necesidades más elementales que no pueden ser satisfechas y se rebela mediante actos aislados, inconexos o locos, mediante la agresividad, la neurosis, el aislamiento o las adicciones.

Sujetos disminuidos, sin voluntad ni proyecto

El conflicto, a nivel individual, se desarrolla en el terreno de la voluntad personal y la propia identidad que son quienes sufren, por un lado, las exigencias de unas organizaciones e instituciones supranacionales y, por otro, los deseos y necesidades insatisfechos como personas. El individuo occidental se convierte en un fantasma de sí mismo, en un ente incapaz de voluntad, ni de identidad, ni de proyecto vital. Sujetos sin pasado, sin futuro, sin continuidad, ni historia, sin vinculación con sus ancestros. Un sujeto tan disminuido que se sume en la melancolía y se pliega a la pulsión de muerte. Es lo que vemos a nuestro alrededor, sujetos grandes y tristes que no han dejado atrás su adolescencia. Sujetos que no aspiran a otra cosa que llegar al fin de semana, al próximo verano, a disfrutar de la fiesta siguiente.

La ruptura generacional conduce a la melancolía

De esta falta de historia, de la ruptura generacional nace el sentimiento de vacío. Hoy muchos adolescentes y jóvenes se sienten incapaces de hablar de sí mismos, un buen número padecen trastornos de carácter, síntomas narcisistas que evidencian la inexistencia de vínculos con sus antepasados cargados de significado. Es la ruptura generacional.

Hasta no hace mucho los hijos imitaban a los padres, aprendían de ellos, respetaban su experiencia y conocimientos como método de entrenamiento para la vida adulta, adquirían desde temprana edad las claves para interpretar lo simbólico, el significado de las cosas más allá de lo literal u objetivo. Los niños y adolescentes adquirían de forma vicaria la manera de relacionarse con los demás, las reglas de la convivencia, el respeto, la seducción, el engaño, el dominio, el rechazo o la lealtad. Mucho de ello ha sido sustituido por Internet. En Internet está todo, se encuentra de todo, responde a cualquier pregunta, ofrece innumerables soluciones, satisface necesidades, pone a disposición de la población ideas, datos, mapas, estudios, valoraciones, ejemplos y casi todo lo conocido hasta ahora. Desde adquirir un libro hasta encontrar pareja, aprender a hacer vino o alcanzar la felicidad lo ofrece internet. Es normal, por tanto, que los padres hayan sido sustituidos por la red.

Pero esta sustitución contiene fantasías de aprendizaje, de interacción y de emoción que no son equivalentes a lo vivenciado hasta ahora. Con los padres, con los abuelos, con nuestros antepasados establecemos una relación, creamos y fortalecemos un vínculo que tiene vida propia y se guía por las dinámicas conscientes e inconscientes del mismo; esto no se produce con Internet. Sí, nos responde a cualquier pregunta, nos aclara cualquier duda o pone a nuestra disposición el último dato, pero no hay relación humana, ni sentimientos, ni historia. Y esto es lo que hace que la ruptura generacional prive a la sociedad actual de conexión emocional con el pasado, que es tanto como negarle un arraigo, una historia, a la vez que ponga más difícil su futuro.

Las personas hoy, apenas pueden hablar de sí, de lo que les pasa, porque todo se pone en el afuera. Simbolizar se convierte en una quimera. El malestar que produce las necesidades insatisfechas y los deseos frustrados no puede ser aliviado mediante la palabra, los símbolos o los rituales, sino que se actúa. Un aprendiz de cualquier oficio no sabe describir lo que ha hecho, necesita que su jefe “lo vea” porque no encuentra manera de expresar con palabras lo que las palabras simbolizan. Es un mundo de imágenes, no de palabras.

La globalización causa frustración y culpa

Otra causa del malestar deriva de la globalización misma como sistema de pensamiento, relación, comunicación y comercio. La globalización crea en los sujetos actuales la fantasía de igualdad, de valores compartidos, de acceso y disfrute a los mismos bienes. Genera la ilusión de que todas las personas pueden acceder al nivel de desarrollo y bienestar material alcanzado por la sociedad occidental, especialmente sus grupos más favorecidos. Esta ilusión está tan extendida que cualquier persona en las circunstancias más paupérrimas sueña con alcanzar la felicidad de la misma manera y a través de los mismos bienes y objetos que la disfruta un occidental exitoso y rico. Añadida a esta fantasía se encuentra la idea, difundida como certeza, de que tiene derecho a ese disfrute. Si unimos el goce alucinatorio al conocimiento universal de los bienes y servicios que lo podrían hacer posible nos encontramos con una fuente de frustración y malestar casi inagotable.

Pero este factor tiene, a mi modo de ver, otra derivada que afecta en mayor medida a los grupos sociales que forman parte de culturas occidentales. Conocen, por efecto de la globalización, la escasez de recursos, la miseria material en la que viven amplios sectores y grupos sociales del mundo para satisfacer casi todas las necesidades más básicas del ser humano. El despilfarro e hiperconsumo de la cultura occidental, confrontados mentalmente con la carencia absoluta de recursos, siquiera para garantizar la subsistencia de esos grupos sociales, conlleva sentimientos de culpa y la necesidad de compensarla con acciones de solidaridad y bondad culturalmente certificadas.

El futuro que nos espera

En el futuro es de prever que el camino emprendido generará más dicotomía, más separación entre una categoría social reducida, consciente y decidida a gobernar su vida y una inmensa mayoría de ciudadanos conducidos por la minoría a su capricho. Tal vez unos y otros encuentren espacios para satisfacer sus necesidades, llevar a cabo sus aspiraciones y sus deseos a la vez que conformen una nueva cultura de bienestar donde las tendencias egoístas se atemperen con las altruistas.

Toda sociedad cuando ha cumplido sus desafíos y alcanzado sus metas, entra en un nuevo ciclo de aspiraciones para sentirse viva. Ocurre lo mismo con las necesidades humanas consideradas individualmente que, una vez apagada la llama del deseo o aplacada la tensión entra en una nueva fase, una nueva vuelta de anhelos y sueños que reclamarán la atención del sujeto. La cultura occidental actual ha cubierto muchas de sus aspiraciones, pero los síntomas del malestar que hemos descrito nos señalan nuevos retos.

Seguros en la esperanza

Creo que soy realista al confiar en que la sociedad actual será capaz de solventar las nuevas necesidades que tienen sus miembros. Los crímenes, las guerras, el individualismo, la soledad, las ansiedades, el rechazo de lo simbólico y las adicciones no son más que síntomas de un profundo malestar que sufrimos quienes vivimos esta etapa de la historia. No son señales más graves que las expresadas por otros individuos que nos precedieron, ni nuestro sufrimiento mayor que el suyo, aunque no nos lo parezca.  Y tal como hemos avanzado en el logro de mayor bienestar individual y colectivo, a base de esfuerzo, imaginación, sacrificio, inteligencia, colaboración, ilusión y confianza en nosotros mismos, así las nuevas generaciones superarán los retos que la realidad ponga ante sus ojos. Para lograrlo renunciarán a satisfacciones egoístas en favor de la comunidad, o torcerán la voluntad de las fuerzas poderosas que gobiernan el mundo para encontrar el remanso de las necesidades individuales cubiertas.

El consumismo desbocado de las últimas décadas puede ceder terreno ante la frugalidad y el consumo responsable. Las fantasías de poder, belleza o eternidad se confrontarán con el conocimiento de lo limitado y caduco de nuestra existencia. Y el deseo de amor total y felicidad encontrará un marco de desarrollo más realista conviviendo con la angustia, la soledad y la incertidumbre. Del equilibrio de estas fuerzas contrapuestas, -egoísmo y altruismo-, nacerá una sociedad más saludable. Y estoy convencido que las nuevas generaciones encontrarán el camino acertado para llegar a esa meta.

Si empecé estos pensamientos sobre CULTURA Y MALESTAR con una noticia horrible, quiero terminarlos con un hilo de esperanza. Joan Coderch nos dice que el ser humano –y cito textualmente- es un sujeto insaciablemente deseoso y anhelante, un ser que siempre desea, aspira, persigue, busca y se siente impulsado por la esperanza. El ave de la esperanza nunca se rinde y presto levanta otra vez el vuelo en su porfiada persecución de la ansiada felicidad y del ideal, cuando apenas despunta en el horizonte aquella a la que Homero llamó ´la sonrosada y riente aurora´”.

Gracias por tu atención.

Florencio Martín
tresmandarinas.es

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