Somos aquello que hemos vivido. El conjunto de conocimientos, vivencias, sentimientos, anhelos y recuerdos; ese flujo continuo de vida, que hemos compartido con los demás y que nos hace únicos, diferentes e irrepetibles, es lo que somos. Y los demás nos conocen por nuestra forma de ser.
Ahora bien, todo lo que hemos vivido ¿lo tenemos presente, somos conscientes de ello?. Y si no recordamos todo, ¿qué es lo que olvidamos? Y ¿por qué lo olvidamos?
Que no recordamos todo lo que hemos vivido es una realidad que se impone a cualquiera. La evidencia se repite tan absolutamente en cada ser humano que nadie pone en duda ese fenómeno psíquico: olvidar. El problema surge cuando nos preguntamos por lo que olvidamos y por los motivos de tales olvidos.
“El olvido de impresiones y de sucesos vividos muestra … la acción de … alejar del recuerdo todo aquello que puede sernos desagradable…” dice S. Freud en LECCIONES INTRODUCTORIAS AL PSICOANALISIS.
Sabemos que nuestras primeras experiencias de agrado/desagrado o, si se quiere, placer/displacer responden a circuitos neuronales simples. Estas primeras experiencias empiezan a dejar un poso, a modo de aprendizaje/memoria y olvido que influirán en la configuración de la identidad personal, del yo de ese sujeto.
Algunas experiencias infantiles –ocurridas en las primeras semanas y meses- pueden llegar a ser tan traumáticas que dejan una huella profunda en la conformación de esa personalidad. Dicha huella, si permaneciese continuamente presente actuaría –si se me permite la expresión- como una herida que no deja de sangrar. Necesitamos taponar la herida, poner algo que la cubra y la haga desaparecer de nuestra vista. De este modo podemos seguir experimentando lo que nos ofrece el día a día. Este “taponamiento” es un olvido interesado y, en cierto modo necesario por adaptativo.
Esta podría ser la lógica del olvido de estas vivencias. De este modo podremos avanzar en el desarrollo, enfrentarnos a nuevas realidades, adaptarnos, seguir aprendiendo. Pero la herida sigue ahí, olvidada, pero no desaparecida. Más aún, sin darnos cuenta tendremos que seguir presionando, dedicando buena parte de nuestra energías, para que no sangre y para que no se note o se vea. Dicho olvido cumple una función de supervivencia indiscutible, pues de otro modo el recuerdo permanente se nos podría hacer agotador o insoportable.
Por otro lado hay experiencias internas, algo que no ha sucedido en la realidad, pero que nosotros hemos fantaseado llevar a cabo, imaginado o soñado. Algunas de estas experiencias no podemos llevarlas a la realidad porque haríamos daño a otros, o simplemente está prohibido, por lo que también tenemos que renunciar a su satisfacción, convirtiéndose en una experiencia negativa. Estas también las tenemos que olvidar.
Cuando las experiencias diarias causan un run run interno desagradable; cuando el ser humano ve todo en claroscuro y la vida en su conjunto le pesa; cuando observa que no disfruta de lo que tiene ni de los demás; cuando lo inunda la tristeza, la angustia, o el agotamiento, la identidad personal, el propio yo está en una situación delicada que tenemos que atender. Es el momento en que la persona debe pararse, ocuparse de sí mismo y pedir ayuda. Tal vez la persona en cuestión está dedicando muchas energías a taponar heridas que se le multiplican sin fin y le quedan pocas en pro de su libertad, capacidad de crecimiento y goce.
En definitiva, sobre la identidad personal tendremos que resumir que somos todo aquello que hemos vivido y guardado en nuestra memoria, incluidas aquellas vivencias de las que no queremos o no podemos acordarnos. Los olvidos son interesados, cumplen una función, también son nuestros, forman parte de lo que somos, tanto si nos reconozcemos en ellos como si no.
Gracias por tu atención.
Florencio Martín
tresmadarinas.es